Leyendas de El Bolson y la patagonia 1

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Ñanculahuen

Ñanculahuen

Ñanculahuen

Toda la tribu llora la terrible enfermedad que sufre su gran cacique Loncopán. La fuerza de su hermoso y corpulento cuerpo ha desaparecido y está postrado en su lecho sin poder moverse, a pesar de los remedios y del Nguillatün en el que pidieron a Nguenechén por su salud.

Loncopán es muy querido y respetado por sus súbditos, no solo por su destreza en la caza y en la guerra, sino también por la sabiduría, comprensión y justicia con que los gobierna.

Han ido a buscar a la machi a su choza, allá entre los cipreses y alerces del espeso bosque; tienen la esperanza de que con sus hierbas y exorcismos sagrados, cure la terrible enfermedad que lo está arrastrando a la muerte. Llega la machi y entra en la choza. Al lado del lecho del enfermo está su amante esposa Pilmaiquén, con los ojos llenos de lágrimas, desesperada. Le ha pedido a Nguenechén que tome su vida a cambio de la de su esposo.

La machi hace conjuros y ritos supersticiosos y entre gritos y gestos grotescos, exclama finalmente con una convulsión:

¡¡¡Ñancú…, Ñanculahuén!!!

Pilmaiquén se estremece y ahoga un grito en su garganta. La Ñanculahuén, es una hierba que crece en lo alto de la montaña, y está custodiada por el Nancú, el aguilucho blanco.

Todo el que intenta apoderarse de ella corre terribles peligros. No obstante, la amante esposa exclama sin dudarlo un momento:

¡¡¡Yo lo haré!!!

Se acerca a la cama de su esposo y le dice Yo te traeré la hierba. Dentro de tres días estaré de vuelta. Pilmaiquén parte decidida. Todos quedan aterrados cuando la machi les dice:

Ha ido a buscar la Ñanculahuén…

Pilmaiquén se internó por senderos solamente transitados por animales silvestres, hasta llegar a la cordillera nevada. El viento helado le azotaba la cara y las piedras y espinas cortantes hicieron sangrar sus pies, pero el pensamiento de su esposo le dio ánimo y le hizo soportar con alegría los sufrimientos.

Se alimentaba con los piñones de los pehuenes y dormía bajo las lengas achaparradas de las altas cumbres. Al segundo día llegó a los dominios del Rancú, donde crece la hierba que sana. Rendida se sentó sobre una roca a descansar. De repente sus ojos divisaron un ave blanca que se había posado en una roca cerca de ella. Su mirada era penetrante y con un graznido potente exclamó:

– ¿Qué has venido a buscar? –

– Mi esposo se está muriendo. ¡Dame la hierba que sana! Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ella.

El Ñancú aceptó su sacrificio y le contestó:

– Por el amor que tienes a tu esposo, acepto tu ofrecimiento. Te daré la hierba que me pides, pero, a medida que tu esposo recupere su salud, tú perderás tus movimientos y tu palabra. Sólo conservarás tus ojos sanos para que puedas ver la obra que has hecho, y serás la esposa más amada del mundo.-

Vuela el aguilucho y regresa al momento con la hierba sagrada entre sus garras y se la da a Pilmaiquén que llora de felicidad.

Al tercer día de haber partido, la tribu recibe entre exclamaciones de asombro a Pilmaiquén que regresa con la hierba sagrada en sus manos. Rápidamente prepara la infusión con la maravillosa hierba y lava las heridas de su esposo que de a Poco va recuperando sus movimientos. Al mismo tiempo ello. va quedando paralizada y su dulce palabra se va apagando en sus labios. Cuando Loncopán recupera totalmente su salud pregunta por su esposa. La encuentra sentada cerca del bosque. Los ojos de su esposa se llenan de lágrimas al no poder hablar Loncopán comprueba que tampoco puede moverse. La toma en sus brazos y la lleva a la ruca y hace llamar urgentemente a la machi para que conjure el mal de su esposa.

– Tu esposa no volverá a hablar ni a moverse – le dice la machi-. Ese ha sido el precio de tu salvación. Ella le ofreció al aguilucho blanco su vida a cambio de la tuya y él aceptó el sacrificio.

Machi

La Machi

Loncopán cae de rodillas ante el lecho de su esposa y comprende cuánto lo ha amado. Desde entonces la Nanculahuén es la hierba sagrada que cura úlceras y está a disposición, por voluntad del aguilucho blanco, de todo el que la necesita.

Fin

VOCABULARIO:

MACHI: Curandera.

LONCOPAN: Cabeza de león.

PILMAIOUEN: Golondrina.

NANCULAHÜEN: Remedio del aguilucho. Es una hierba empleada como remedio casero. Tiene hermosas flores de color amarillo.

La ciudad de los cesares

Francisco César, oficial de Sebastián Caboto, partió del fuerte Sancti Spíritu, para reconocer el interior del territorio, llegando hasta las actuales provincias de Mendoza y San Luís. Los indígenas le hablaron de una fabulosa ciudad en la patagonía. Estaba rodeada por murallas y fosos para defenderla.

Sus riquezas eran inmensas: Las casas estaban construidas con piedras labradas y los techos eran de plata. Cucharas, cuchillos, sillas, y demás instrumentos eran también de oro y plata.

Sus pobladores tenían ojos azules, rostro blanco y una espesa barba, usaban vestidos de color amarillo y azul con sombreros de tres picos y botas altas.

Francisco César no encontró la ciudad. Exploradores y aventureros tampoco la encontraron jamás. Esta leyenda, no obstante, empujó a muchos a penetrar cada vez más en tierras desconocidas e inexploradas.

Ciudad de Los Cesares

La leyenda de la Ciudad de los Césares o Encantada de la Patagonia, fue el último gran mito de la conquista americana. Tuvo una vida muy larga que supervivió a la conquista misma. Comenzó en 1529 y duro hasta fines de XVIII. La también llamada Ciudad errante, Elelín o su más conocido nombre de los Césares, «es una ciudad de plana cuadrada; de piedra labrada». Sus templos eran de oro macizo. El pavimento también de oro macizo. En algunas versiones existiría en un claro del bosque; en otras, en una península; otras dicen que estaría en el medio de un lago, con un puente levadizo para la única puerta que le da acceso.

«Abunda en ella el oro y la plata, de la cual están forradas las paredes, con estos metales también se hacen asientos, cuchillos y rejas de arado. Algunos dicen que al lado de ella hay dos cerros, uno de diamante y el otro de oro. Sus habitantes son altos, rubios y con barba larga. Hablan una lengua extraña, aunque en algunas versiones es el español. Se dedican al ocio, y no tienen enfermedades. O son inmortales o solo mueren de viejos. Algunos dicen que son exactamente los mismos que fundaron la ciudad, ya que no nace ni muere nadie en la Ciudad Encantada.

Tienen indios a su servicio, y algunos custodian el camino que lleva a ella.

Algunas versiones dicen que son dos o tres ciudades (sus nombres son Hoyo, Muelle y Los Sauces). Tienen vigías para detectar la proximidad de intrusos e impedirles el acceso. Hay versiones que dicen que es invisible para los que no son habitantes de ella, a veces uno la puede ver si es justo o al atardecer o el viernes santo. Se la puede atravesar sin siquiera darse cuanta. Algunos dicen que es errante, o sea, que para encontrarla hay que limitarse a esperarla en un sitio.»

A mediados del siglo XVII las expediciones comenzaron a orientarse de preferencia hacia las regiones más australes de la Patagonia. Entre 1669 y 1673, el jesuita Nicolás Mascardi realizó un largo periplo por las tierras patagónicas, llegando hasta el estrecho de Magallanes. Fundador de una misión a orillas del lago Nahuelhuapi, murió en 1673 asesinado por los indígenas. Por otro lado, la preocupación de las autoridades coloniales por la presencia de ingleses y holandeses en las costas de la Patagonia los llevó a organizar en esos mismos años varias expediciones a los canales australes, las que continuaron durante gran parte del siglo XVIII.

Durante la última centuria colonial las expediciones hacia la Ciudad de los Césares siguieron dos cauces. Por un lado, la continuación de la labor apostólica del padre Mascardi, que se concretó en varios intentos por refundar la misión de Nahuelhuapi y habilitar las sendas cordilleranas entre ésta y el océano Pacífico. Por el otro, motivos estratégicos de la corona española, preocupada por el establecimiento de colonias extranjeras en las costas patagónicas, las que se asociaban con la creencia en la ciudad perdida.

La presentación de un informe sobre la ciudad perdida en 1707, la llegada de nuevas noticias acerca de ella en 1774 y la publicación ese mismo año de la obra del jesuita Thomas Falkner, en donde se hacía una descripción del territorio austral, llevaron a las autoridades a organizar una nueva expedición, la que sería dirigida por el comerciante limeño Manuel José de Orejuela. El fracaso de la expedición, que nunca pudo llevarse a cabo, y las posteriores exploraciones de fray Francisco Menéndez y José de Moraleda terminaron por derrumbar las bases geográficas de la creencia en los Césares.

Informe sobre la ciudad perdida:

En 1707, llegó a la corte de Madrid un informe en el que se detalló el camino a seguir para llegar a la Ciudad de los Césares, acompañado de una breve descripción de la misma. Su autor, Silvestre Antonio Díaz de Rojas, declaró haber estado cautivo por muchos años entre los pehuenches, tiempo en el que habría encontrado la mítica ciudad. Aunque no tuvo mucha resonancia en esos años, el relato de Díaz de Rojas fue utilizada con frecuencia en las décadas siguientes para demostrar la existencia de la legendaria ciudad. Presentamos a continuación una versión impresa del relato de Díaz de Rojas, incluida por Pedro de Angelis en su Colección de obras y documentos relativos a la Historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata (1836-1837). Al parecer, el documento que transcribió De Angelis formó parte del informe emitido por el fiscal de la Real Audiencia de Chile en 1781, a propósito de la frustrada expedición de Manuel José de Orejuela, e incluye comentarios del mismo magistrado sobre la veracidad de las informaciones proporcionadas por Díaz de Rojas. Se presenta también un Derrotero desde la ciudad de Buenos Aires hasta la de los Césares, fechado en 1760 e incluido en la misma recopilación de De Angelis, y el que éste atribuyó -al parecer erróneamente- a Thomas Falkner. Este segundo informe repite en lo esencial, lo mismo que aparece en el Derrotero de Díaz de Rojas.

Según la creencia popular, la ciudad permanece aún rodeada de una niebla impenetrable que la oculta a los ojos de los viajeros, y seguirá escondida hasta el final de los tiempos, momento en el que aparecerá revelando a los incrédulos su presencia.

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Los dueños de los Cerros

En las creencias mitológicas de nuestros aborígenes, todas las cosas de la naturaleza tenían «un dueño», un espíritu que las vigilaba y cuidaba. Por eso pedían permiso para levantar piedras, cortar ramas o flores, cazar ciertos animales etc. Temían que sus dueños se enojaran y les causaran algún daño real.

Rio Limay, Patagonia

Los cerros tenían su «Nguen Mahuida» (dueño del cerro), que desde su cumbre vigilaba las plantas, animales salvajes, ríos y arroyos, para que nadie los perturbara. Vivía también en los chenques o cuevas naturales del cerro. Por eso consideraban muy peligroso el tocar las piedras de su interior, pues el dueño podía enojarse.

Algunos cerros eran considerados sagrados y se los denominaba «Tren Tren». La condición de sagrados les había quedado porque en ellos había sobrevivido la única pareja humana durante el diluvio. Fue la serpiente mítica «Cay Cay», dueña del mar, quien armó guerra a la serpiente «Tren Tren», amiga de los hombres. Cay Cay, inundó la tierra pora acabar con la vida en ella. Las personas corrieron entonces hacia los cerros para salvarse. Como no pudieron llegar arriba, «Tren Tren», los transformó en rocas, riscos, o en peces para que pudieran sobrevivir. Son los «huitran che cura» (gente transformada en piedra), como por ejemplo los que parecen verse en el Valle Encantado del río Limay.